Por: Ricardo Gandolfo Cortés. Abogado experto en contratación pública.
En esta catarata de conferencias y seminarios virtuales de estas semanas me encontré inmerso en un evento, que deliberadamente no identificaré, en cuyo desarrollo un expositor predijo el fin de la supervisión de obras tal como la entendemos hasta nuestros días.
“En el futuro ningún ingeniero supervisará el trabajo de otro ingeniero”, anunció con mucha seguridad como si estuviera adelantando la liberación de una profesión secuestrada por la legislación. Acto seguido, otro ponente preguntó: “¿Quién garantizará la correcta ejecución de la obra en esa hipótesis, sin supervisor?”. Y el autor de la insólita e inesperada sentencia, muy suelto de huesos, respondió: “El ingeniero construirá la obra con arreglo a los planos, especificaciones técnicas y demás documentos que forman parte del contrato”. Otro panelista, comprensiblemente sorprendido por tan insólito aviso que más parecía de defunción, insistió: “¿Y si lo hace mal? ¿Si la obra se destruye o presenta grave riesgo de destruirse?”. El prestidigitador, sin inmutarse, contestó: “Se le deja de pagar, se le aplica las penalidades, se le resuelve el contrato, se le ejecutan las fianzas y, de ser pertinente, se le inhabilita para contratar con el Estado”.
Me hizo acordar las mismo cinco medidas que suelo mencionar como opciones que tienen las entidades para aplicar contra sus proveedores, que son mucho más efectivas que llevarlos a un proceso de resolución de controversias y que explican el bajo porcentaje de arbitrajes en los que el contratista es el demandado: cinco por ciento, para ser precisos. Como si me estuviera citando el sepulturero de los supervisores.
Pedí el uso de la palabra e hice, con toda calma, la aclaración correspondiente. Me permití explicar que el objetivo del Estado, en materia de contratación pública, no es hacer quebrar a quien contrata con él, sino todo lo contrario, permitir que pueda mantenerse en el mercado porque, de ordinario, genera puestos de trabajo y siempre contribuye a mover la economía. Naturalmente, con ese fin, tampoco el país va a despilfarrar sus fondos y pagarles a sus proveedores todo lo que le pidan. Pero no va a asumir una actitud policíaca y persecutoria.
En el caso de las obras públicas el objeto de la entidad que las licita es que se construya aquellas que requiere. No que se ejecuten fianzas ni que se haga colapsar a quien no cumple sus obligaciones contractuales. No sólo porque eso no pretende sino porque si eso ocurre, pierde dinero y lo más valioso, tiempo. El Estado necesita hospitales y postas médicas -en circunstancias como las actuales con mayor urgencia- necesita colegios, carreteras, líneas de transmisión, electrificación y centrales hidroeléctricas, presas y redes de agua potable y alcantarillado, entre otras obras de infraestructura mayor en diversos pueblos, distritos olvidados y provincias alejadas. No puede darse el lujo de esperar que el constructor elegido haga su trabajo conforme a lo indicado en los términos de referencia sin hacer un seguimiento muy puntual de su labor.
Ese seguimiento lo hace a través del supervisor, obligatoriamente para todas aquellas obras de un valor igual o superior a 4 millones 300 mil soles, que controla de manera directa y permanente la ejecución de los trabajos, tal como lo hace el particular en ejercicio de su inalienable derecho de inspección que el Código Civil le reconoce. Para obras de valores menores, no lo deja de hacer. Lo hace igualmente pero a través del inspector que es un ingeniero o arquitecto colegiado de la propia entidad que convoca y dirige el proceso al que se le confía este rol.
Renunciar a esa supervisión -o a esa inspección, en su caso- es dejar las obras a su suerte y desentenderse de su desenlace que conduciría inexorablemente al colapso de la construcción habida cuenta de que en arca abierta, el justo peca, como lo recuerda un conocido refrán. No puede desconocerse en esa línea que contratista y contratante tienen intereses contrapuestos, aunque las nuevas tendencias quieran hacernos creer que no. Es como el caso del vendedor de cualquier producto para quien el mejor precio es el más alto en tanto que para el comprador el mejor precio es el más bajo. Obvio. El que alquila una vivienda igualmente quiere obtener el arriendo más alto mientras que el inquilino trata de lograr el más bajo. El contratista busca la mayor ganancia en tanto que el propietario quiere asumir el menor costo. En absolutamente todos los ejemplos, sin desmedro de la calidad de producto, de la casa o de la construcción.
Que las partes tengan intereses encontrados no impide, desde luego, arribar a acuerdos y suscribir contratos. Es parte de la dialéctica del punto medio, de la dialéctica de la negociación. Para alcanzar ese equilibrio tienen que buscar el consenso y entrar en conversaciones o en concurso, sentarse a una mesa o entrar en competencia entre varios postores. Si no fuera así, si tuvieran intereses comunes, ni siquiera se consignarían cláusulas de solución de disputas, como en las actas de matrimonio que no se consignan las causales de divorcio pese a que algunos estiman que deberían incluirse allí mismo.
Tuve un caso de un contratista que debía edificar cien departamentos en un conjunto residencial. Él, su residente o su maestro de obra -en el fondo no interesa quién-, decidió eliminar una hilera de mayólicas de todos los baños, lavanderías y cocinas de absolutamente todas las unidades con lo que consiguió un enriquecimiento indebido exorbitante. ¿Quién se dio cuenta? El supervisor diligente que está dentro de la obra y que hace su trabajo en forma directa y permanente.
En el otro extremo está el banco que le presta dinero a un promotor que quiere construir un edificio de varios pisos y que periódicamente envía a un mal denominado supervisor, que no supervisa nada, para que verifique el avance de la obra y la correcta inversión de sus fondos. El profesional encargado de tal tarea en efecto va, pero no entra al casco y a menudo ni siquiera lleva uno para proteger su cabeza. No se ensucia los zapatos ni se pasea por los interiores, ni constata los materiales incorporados, el espesor de los fierros, la calidad del cemento, la cantidad del concreto, las pruebas de ascensores, los ensayos ni los análisis de laboratorio. Se limita a pedirle a quien lo recibe en la caseta de ventas, que puede ser el residente, el maestro encargado o la corredora, el detalle del avance, y a transcribirlo sin ninguna observación mayor en la carpeta que lleva bajo el brazo para acto seguido dar media vuelta y regresar por donde vino a fin de reportar a la entidad financiera la información obtenida que le asegura que su crédito está siendo invertido en la obra. Nada más. Si el edificio después se viene abajo o se encuentra en inminente peligro de venirse por lo suelos el problema no será del banco, será del promotor que no se preocupó de contar con una buena supervisión que controle al milímetro la ejecución.
Prescindir del supervisor, en ese escenario como en cualquier otro, es de alto riesgo. Es como dejar a los alumnos en el recreo ilimitado sin control alguno. Lo más probable es que cuando suene el timbre no regresen a clases y sigan haciendo lo que más les gusta: extendiendo el receso y, de alguna manera, reduciendo la producción que es precisamente lo que el Estado no desea para las obras públicas.